Por Cuauhtémoc Carranza
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Qué mujer. En algún momento de la plática, Luciana dijo “echar un cable a tierra”. Me recordó al rosarino Fito Páez, que compuso una canción sobre los devastadores efectos de la cocaína. Entonces me sentí feliz había amado a una estrella y ahora me bañaba con ella en el jacuzzi, para rematar una tarde maravillosa, con Luigi Bosca, el Trapiche de Maipú y Fito de testigos imaginarios.
No conozco Argentina, pero ella me llevó al cielo del Aconcagua con sus gemidos de placer cuando la besaba toda. Para ella, el beso es la forma de comunicación más genuina, y yo lo practiqué con ella hasta el último rincón de su cuerpo. Recorrí su espalda, sus hombros, sus rodillas. Besé sus pies, amé sus caderas. Conocí el sabor de su sexo, mordí su clítoris hasta extraer el néctar y acaricié la base de sus labios húmedos de mi saliva. Se vino primero. Yo la seguí después de que ella abrió su boca a mis modestas proporciones, para después cabalgar sin descanso sobre la alfombra roja de mi desnudez.
La aventura había empezado desde el trayecto al hotel. Se me hacía tarde y le envié un mensaje para que no se desesperara. “No quiero que choques por mí. Yo te espero”, me respondió tranquilamente.
Llegué, estacioné y le volví a hablar. Conocí entonces sus lindos ojos verdes que “dejaron en mi alma eterna sed de amar, anhelos de caricias, de besos y ternuras, de todas las dulzuras que sabían brindar”, me repite en secreto el poeta cubano Adolfo Utrera. Tenía frente a mí a la mujer que había soñado tocar en mis noches más solitarias. Se lo dije y se rió.
Conversamos, para conocernos. Nos amamos, para confesarnos devotos del vino, aunque yo sé casi nada y ella sabe mucho. Por eso, cuando dejó caer el cable a tierra para referirse a la ciudad de México, me elevó a la luna. Qué me importa el quinto frente frío.
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